Grace and Peace to you my brothers and sisters,
In this luminous season of Easter, we celebrate our identity as disciples of the Risen Christ. Today, on the Fifth Sunday of Easter, our call is to return to the very heart of our faith—a lived discipleship that transcends mere titles. Discipleship represents our daily journey of following Jesus by embracing his love, his humility, and his boundless compassion.
Today’s Gospel passage resonates as a powerful reminder that our identity as disciples is not defined solely by doctrinal knowledge or ritual observance but by the tangible, self-giving love we share with one another. When Jesus spoke these words just after Judas’ departure, a moment filled with the sting of betrayal, he was not only preparing his disciples for his imminent departure but also redefining what it truly means to follow him. In saying, “I give you a new commandment: love one another... This is how all will know that you are my disciples,” he set a radical expectation that love should be the unmistakable hallmark of every Christian life.
I invite you to consider these two points as we reflect on this passage. First, his foretelling of his glorification through suffering and sacrifice underscores that glory and love are not mutually exclusive. Even in the face of abandonment and trials, the revelation of God’s glory manifests through acts of selfless love.
Second, the command to love as deeply and sacrificially as he loved us transcends mere emotion; it is an active witness. Every intentional act offering forgiveness, reaching out to someone in need, or standing up for justice becomes a beacon of Christ’s transformative love.
For us today, this mandate invites a radical form of discipleship. It challenges us to go beyond the confines of comfort and to examine our daily lives for opportunities to live out this love. Whether in our families, workplaces, or broader communities, love becomes the language through which the world can recognize the imprint of Christ in us. As disciples, we are called to be both a refuge and a catalyst for real change, a living testimony that our lives are shaped by the grace we receive from him. We are the yeast of the Gospel in the world that transforms, renews, and shapes life around us. This is our call, and this is our duty. Are we living this call to the best of our abilities?
The Gospel challenges our faith journeys: How do we intentionally cultivate a love that mirrors Christ’s love (patient, kind, and unselfish) even when difficult? In what ways can our communities serve as incubators for this kind of radical, transformative love? I invite you to take some time this week to reflect on these questions. Remember that our journey of faith is a process of constant growth. Discipleship is a call to move from belief into action, so that every quiet gesture or bold stand for justice echoes the Risen Christ.
Blessings,
Fr. Juan M Camacho
Gracia y paz a ustedes, hermanos y hermanas.
En este luminoso tiempo de Pascua, celebramos nuestra identidad como discípulos de Cristo Resucitado. Hoy, quinto domingo de Pascua, nos llama a volver a la esencia misma de nuestra fe: un discipulado vivido que trasciende los simples títulos. El discipulado representa nuestro camino diario de seguimiento de Jesús, abrazando su amor, su humildad y su infinita compasión.
El pasaje del Evangelio de hoy resuena como un poderoso recordatorio de que nuestra identidad como discípulos no se define únicamente por el conocimiento doctrinal ni la observancia de rituales, sino por el amor tangible y generoso que compartimos. Cuando Jesús pronunció estas palabras justo después de la partida de Judas, un momento marcado por el dolor de la traición, no solo estaba preparando a sus discípulos para su inminente partida, sino también redefiniendo el verdadero significado de seguirlo. Al decir: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros... Así todos sabrán que son mis discípulos», estableció una expectativa radical de que el amor debería ser el sello distintivo de toda vida cristiana. Los invito a considerar estos dos puntos al reflexionar sobre este pasaje. Primero, la predicción de su glorificación mediante el sufrimiento y el sacrificio subraya que la gloria y el amor no son mutuamente excluyentes. Incluso ante el abandono y las pruebas, la revelación de la gloria de Dios se manifiesta mediante actos de amor desinteresado.
Segundo, el mandato de amar tan profunda y sacrificialmente como él nos amó trasciende la mera emoción; es un testimonio activo. Cada acto intencional de ofrecer perdón, tender la mano a alguien necesitado o defender la justicia se convierte en un faro del amor transformador de Cristo.
Para nosotros hoy, este mandato nos invita a una forma radical de discipulado. Nos desafía a ir más allá de la comodidad y a examinar nuestra vida diaria en busca de oportunidades para vivir este amor. Ya sea en nuestras familias, lugares de trabajo o comunidades más amplias, el amor se convierte en el lenguaje a través del cual el mundo puede reconocer la huella de Cristo en nosotros. Como discípulos, estamos llamados a ser tanto un refugio como un catalizador para un cambio real, un testimonio vivo de que nuestras vidas están moldeadas por la gracia que recibimos de él. Somos la levadura del Evangelio en el mundo que transforma, renueva y moldea la vida que nos rodea. Este es nuestro llamado y este es nuestro deber. ¿Estamos viviendo este llamado al máximo de nuestras capacidades?
El Evangelio desafía nuestros caminos de fe: ¿Cómo cultivamos intencionalmente un amor que refleje el amor de Cristo (paciente, bondadoso y desinteresado) incluso en las dificultades? ¿De qué maneras pueden nuestras comunidades servir como incubadoras de este tipo de amor radical y transformador? Los invito a dedicar un tiempo esta semana a reflexionar sobre estas preguntas. Recuerden que nuestro camino de fe es un proceso de crecimiento constante. El discipulado es un llamado a pasar de la creencia a la acción, para que cada gesto silencioso o cada postura audaz a favor de la justicia refleje a Cristo resucitado.
Bendiciones,
P. Juan M. Camacho